miércoles, 25 de agosto de 2010

Los Padres de la Iglesia, los sínodos, los concilios y los Papas responden.

Dice el Antiguo Testamento: «Si prestas dinero a uno de mi pueblo, a los pobres que tú conoces, no serás como el usurero, no le exigirás interés» (Ex 22, 25) —al parecer, la mención del pobre como pagador de interés indicaría que el texto se refiere básicamente al préstamo para consumo, y no tanto a lo ocurrido en tiempos posteriores, es decir, al préstamo a interés para la producción—.
Jesucristo dijo en el Sermón del Monte: «Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar algo a cambio» (Lc 6, 35).
¿Qué dijeron los Padres de la Iglesia?
Por su parte, los Padres de la Iglesia unánimemente se opusieron al cobro de intereses. San Gregorio de Nisa (334-394) equiparó a los usureros con los ladrones a mano armada: «¿Qué diferencia hay entre apropiarse de bienes ajenos mediante el robo de manera secreta o como bandolero mediante el asesinato, erigiéndose como señor de los bienes de otra persona; y apoderarse de lo que no le pertenece a uno mediante la obligación que es inherente a los intereses?».
Igualmente san Ambrosio (340-397), san Agustín (354-430) y san Jerónimo (331-420) condenaron el cobro de intereses.
La prohibición adquirió validez oficial en la Edad Media
En numerosos sínodos de los primeros siglos la Iglesia ratificó la prohibición del interés. El Sínodo de Elvira (año 306) prohibió tanto al clero como a los laicos el cobro de intereses. El Edicto de Milán (año 313) limitó la prohibición del interés al clero; igualmente ocurrió en el Sínodo de Arlés (314), en el Concilio de Nicea (325), y en los de Cartago (419), Arlés (443), Tours (461), Orleáns (538), Constantinopla (692) y Toledo (694).
La prohibición del interés adquirió validez general en la Edad Media; esto gracias a la actitud religiosa de la gente, la legislación medieval sobre la tierra, y la economía basada en el intercambio de productos naturales. Así el Segundo Concilio de Letrán pudo decidir en el año 1139: «Quien cobra interés debe ser expulsado de la Iglesia; y sólo ha de ser reincorporado con extrema precaución y luego de una penitencia severísima». El Papa Eugenio III proclamó en 1150: «Quien cobra más de lo que importa el monto prestado, se enreda en el pecado de la usura. Todo lo que se agrega al importe prestado es usura».
Las concesiones de santo Tomás
Santo Tomás de Aquino (1224-1274) reflexionó así: «El dinero sólo puede ser empleado para gastarlo; por tanto, no se necesita retribuir ningún interés al acreedor. Prestar a interés es pecado». Mas el santo admite el alquiler y el arrendamiento aplicados a cosas que no se consumen o no se gastan con el uso. Igualmente acepta la participación en la ganancia y la pérdida mediante un contrato de sociedad, como también la indemnización sobre la base de un acuerdo especial.
La codicia en la Edad Moderna
Con la entrada de la Edad Moderna la Iglesia ya no logró imponerse con la prohibición del interés, pues el dinero se volvió el medio de conservación de valores, y la codicia y las relaciones económicas se encargaron de una rápida difusión del interés y, con ello, del agrandamiento de la brecha entre pobres y ricos. Sin embargo, siguió luchando contra la usura; así, el Papa Benedicto XIV promulgó en el año 1745 la encíclica Vix pervenit, en la que mantuvo la prohibición del interés, si bien con indicación de los títulos externos de excepción desarrollados en la escolástica tardía.
Interés y usura ya no serían sinónimos
Sin embargo, la industrialización hizo que en el siglo XIV y XX muchos expertos en teología moral justificaran el cobro de intereses en cuanto a que el dinero había llegado a ser productivo, de manera que existía la posibilidad generalizada de invertirlo para que rinda. Se distinguió entonces entre usura e interés, y correspondientemente entre préstamo para consumo y préstamo para la producción.
¿Cuándo sí? ¿Cuándo no?
En el Código de Derecho Canónico de 1918 (Canon 1543) la Iglesia estipuló, por una parte, que el contrato de préstamo no justifica ninguna ganancia; y, por otra, que sobre la base de la ley secular quedaba permitido establecer un convenio sobre una ganancia. Sin embargo, dicho Canon fue eliminado en el Código de Derecho Canónico de 1983.
Hablan los Papas más recientes
Mas lo anterior no significa que la Iglesia ya no tenga nada que decir en cuanto a la relación del cristiano con la riqueza. En especial el Papa León XIII da grandes lecciones al respecto.
En su encíclica Rerum novarum (1891) dice: «... el hombre no debe considerar las cosas externas como propias, sino como comunes, es decir, de modo que las comparta fácilmente con otros en sus necesidades. De donde el Apóstol dice: ‘Manda a los ricos de este siglo... que den, que compartan con facilidad’. A nadie se manda socorrer a los demás con lo necesario para sus usos personales o de los suyos; ni siquiera a dar a otros lo que él mismo necesita (... ). Pero cuando se ha atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los indigentes con lo que sobra. Lo que sobra, dadlo en limosna». Y también: «Oprimir para su lucro a los necesitados y desvalidos y buscar su ganancia en la pobreza ajena, no lo permiten ni las leyes divinas ni las humanas».
El Papa Pío XI, en su encíclica Quadragesino anno (1931), escribe: «Es necesario (...) que las riquezas, que se van aumentando constantemente merced al desarrollo económico-social, se distribuyan entre cada una de las personas y clases de hombres, de modo que quede a salvo esa común utilidad de todos...».
Por su parte, el beato Juan XXIII, en la encíclica Mater et Magista (1961), declara que es necesario «que las naciones económicamente avanzadas eviten con especial cuidado la tentación de prestar su ayuda a los países pobres con el propósito de orientar en su propio provecho la situación política de dichos países y realizar así sus planes de hegemonía mundial».
Dice Pablo VI en la encíclica Populorum progressio (1967) que «todo programa concebido para aumentar la producción, al fin y al cabo no tiene otra razón de ser que el servicio de la persona. Si existe es para reducir las desigualdades, combatir las discriminaciones, librar al hombre de la esclavitud, hacerle capaz de ser por sí mismo agente responsable de su mejora material, de su progreso moral y de su desarrollo espiritual. Economía y técnica no tienen sentido si no es por el hombre, a quien deben servir».
Y, por último, Juan Pablo II el Grande, en la encíclica Sollicitudo rei socialis (1987) afirma: «Es de desear que también los hombres y las mujeres sin fe explícita se convenzan de que los obstáculos opuestos al pleno desarrollo no son solamente de orden económico, sino que dependen de actitudes más profundas (...) Los que tienen más, al disponer de una porción mayor de bienes y servicios comunes, han de sentirse responsables de los más débiles, dispuestos a compartir con ellos lo que poseen».

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