China reconoce por primera vez que la presa de las Tres Gargantas, la mayor del mundo, se enfrenta a graves problemas de contaminación y a riesgos geológicos
La joya de la corona china reluce menos. El mayor proyecto
hidrológico del mundo, la presa de las Tres Gargantas, hace agua. Y no
por las grietas que se abrieron con el terremoto de Sichuan en 2008,
sino por una larga lista de razones que, ayer por primera vez, reconoció
el Gobierno de Pekín. En un doloroso acto de contrición, el Ejecutivo, a
través de un comunicado del Consejo de Estado, reconoció que "existen
problemas urgentes que deben ser resueltos, como mejorar las condiciones
de los desplazados", casi 1,4 millones de personas a las que se les
prometió igualar su calidad de vida con la de los no reubicados,
"proteger el medio ambiente, y evitar catástrofes geológicas".
El Gobierno admite así por primera vez circunstancias tan graves como
la contaminación del agua o los temidos corrimientos de tierra en el
entorno de la presa, que hasta ahora venía minimizando.
Pekín se ha resistido a reconocer que el proyecto en sí es una grave
amenaza para el medio ambiente y para quienes lo habitan. Hasta ayer, la
presa de las Tres Gargantas era de color rosa. Pero, finalmente, los
dirigentes chinos han tenido que admitir que el dique, que ha contado
con 27.000 millones de euros de presupuesto -oficialmente-, es un gran
quebradero de cabeza.
No en vano, han pasado ya 16 años desde que unos 35.000 trabajadores
comenzaron a construir este faraónico proyecto, y no ha dado todavía los
resultados esperados. Al contrario. Además de los daños que causó en su
estructura el terremoto de hace tres años, las inundaciones de 2010
dejaron en evidencia la escasa capacidad de la infraestructura para
controlar el caudal del río. De hecho, el país estuvo varios días en
vilo ante la posibilidad de que reventara el dique. Ahora, la sequía ha
provocado el efecto contrario, y casi 400.000 personas se han quedado
sin agua potable, mientras que los barcos más grandes no pueden recalar
río abajo.
Por si fuera poco, el embalse dista mucho de ser el santuario de agua
cristalina que prometieron los dirigentes chinos. La basura flota a sus
anchas y las plagas de algas son habituales. El Gobierno reconoció en
su comunicado que urge reducir la contaminación del agua en los cauces
medio y alto del río Yangtsé, lo cual afecta a ocho provincias que
ocupan un área de 633.000 kilómetros cuadrados, precisamente la zona más
densamente poblada del país, lo cual para el Ejecutivo significa una
"considerable presión ambiental".
Además, algunos científicos críticos con la presa apuntan la
posibilidad de que aumente el peligro de terremotos y corrimientos de
tierra por su culpa. Dai Qing, un ecologista que combatió el proyecto
citado por Reuters, dijo que "la peor de las amenazas es el desastre
geológico". "Ahora que la presa está terminada, no hay dinero en el
mundo que pueda resolver el problema", añade.
Pekín promete recuperar el ecosistema que existía antes de la
construcción de la presa y mejorar los sistemas de irrigación, que son
vitales para la supervivencia de los agricultores de la zona, a los que
también les afectan sobremanera los caprichosos cambios en el caudal del
Yangtsé que se pueden provocar con solo apretar un botón.
Quien lo haga pone en marcha un auténtico monstruo de la ingeniería.
Un dique de 2.335 metros de largo, 185 de alto y 110 de grosor en la
base es la pieza clave de esta Gran Muralla erigida como símbolo del
poder chino del siglo XXI en medio del río Yangtsé, y sirve de barrera
para un embalse de 1.045 kilómetros cuadrados con capacidad para 39,3
kilómetros cúbicos de agua que han sumergido más de 300 pueblos.
Por sus cinco esclusas pueden navegar hasta ocho buques de un máximo
de 4.000 toneladas. Y la infraestructura tiene capacidad para
desembalsar hasta 100.000 metros cúbicos por segundo, una marca que casi
alcanzó durante las inundaciones del año pasado, y controlar así el
flujo del río más caudaloso del país. Mientras tanto, 32 turbinas de 700
toneladas de peso pueden llegar a generar hasta 22.500 gigavatios de
potencia, en torno al 9% de la necesidad energética total de China y una
cantidad similar a la de 25 reactores nucleares como los de la central
de Fukushima. Así, se trata de la principal fuente de energía renovable
del país.
Las cifras marean. Incluso el guía oficial que organiza la visita
tiene que rebuscar entre los números que llenan esos papeles que el
viento trata de arrebatarle. Pero lo cierto es que da igual, porque la
vista se pierde en la bruma y no hay forma de alcanzar a ver el proyecto
en toda su magnitud. Los turistas que se acercan hasta Yichang en
cruceros que explotan el atractivo de la megalomanía se quedan fríos. Lo
único que pueden contemplar es una gigantesca pared gris, una extraña
cárcel para la naturaleza. Y China no permite que se hagan indagaciones
independientes, porque el lugar es de máxima seguridad y un atentado
allí tendría consecuencias mucho más trágicas que las de una bomba
atómica.
A pesar del comunicado de ayer, también reconoce el Ejecutivo que las
medidas que se tomen serán solo parches, porque el proyecto no está en
entredicho. China se ha impuesto un exigente plan energético con el
ambicioso objetivo de reducir su dependencia del carbón, del que obtiene
el 70% de sus necesidades, y apuesta sin fisuras por la eólica, la
nuclear y la hidrológica.
De hecho, la progresión en esta última resulta espectacular. En 2005,
China producía 117 millones de kilovatioshora gracias a sus ríos. El
año pasado, con las Tres Gargantas casi a pleno rendimiento, la
capacidad fue de casi 190 millones, y el objetivo es que en 2020 alcance
los 300 millones. El reto está en lograr el equilibrio entre las
necesidades energéticas propias del país cuya economía más crece en el
mundo y la capacidad de los recursos naturales.
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